Opinión

Cuidado en común para la re-existencia

Cristina Vega1

Con demasiada frecuencia consideramos el cuidado como algo privado, es decir, algo que hacemos en la casa y que asumimos como una responsabilidad de la familia y en especial de las mujeres. Resolvemos el cuidado en privado, como si se tratara de un asunto exclusivamente particular que se solventa con recursos y esfuerzos propios, como si no fuera una contribución fundamental para el conjunto de la sociedad. Esta privacidad no sólo ha generado privaciones, sino que ha contribuido a ocultar las tareas del cuidado, reforzado de paso muchos tabúes en torno al cuerpo, el desconocimiento y atención profanas a la salud o el estigma asociado a las afecciones y el envejecimiento. Hasta amamantar en público se ha convertido en muchos lugares en una labor mal vista. Los cuidados, en definitiva, son un asunto individualizado y de puertas adentro.

Ciertamente algunas actividades, como la higiene personal, preferimos hacerlas en casa y junto a las personas con quien habitamos, algo que no ocurre en algunas partes del mundo. Por otros motivos, cuando enfermamos queremos estar solas y tranquilas en nuestro espacio íntimo, aunque necesitemos atención y agradezcamos visitas, ánimos y favores. Otras actividades, en cambio, estamos más dispuestas a realizarlas con otras personas o a hacerlas fuera de casa. Cocinar y comer, atender a los pequeños, mirar por los mayores, tratar algunos problemas de salud física y emocional o incluso descansar (¡aunque a ninguna institución se le ha ocurrido aún habilitar salas y hamacas para la siesta!) podrían ser parte de la lista. En estos casos, el cuidado puede ser un común, es decir, algo que se hace de forma compartida y que se considera un bien relacional generado y disfrutado de forma colectiva por el bien del conjunto. Común es, de acuerdo con Christian Laval y Pierre Dardot1, todo aquello que genera responsabilidad compartida, sentido de coobligación política respecto de una misma actividad o del uso de un bien. Más que un recurso, una cosa o una ocupación, es un actuar en conjunto (commoning, comunalización) que en su devenir genera sentido, simbolismo, valores, pensamiento, afectos, deliberación, reglas, institucionalidad compartida y, consecuentemente, alguna forma de comunidad que resguarda lo compartido del lucro individual situándose por fuera del régimen privado de propiedad y de explotación. No cabe pensar que toda tarea pueda desarrollarse en la colectividad, del mismo modo que no todo puede ser transferido y gestionado por el sector público. Lo común anima una lógica que traslada o resguarda el hacer colaborativo bajo principios de universalidad de lo compartido por todos los partícipes; sostenibilidad del acceso y, por lo tanto, de las generaciones futuras; democracia, mediante la que se delibera y acuerda, e inalienabilidad, que garantiza la primacía del valor de uso frente al beneficio privado y el abuso.

El paradigma de los comunes aspira a recuperar, recrear y reflexionar sobre prácticas de lo colectivo anuladas o asediadas por los procesos de desposesión capitalista. Animar esta línea en relación a los cuidados tiene el efecto tanto de visibilizarlos y desprivatizarlos aligerando y redistribuyendo la carga afectiva y física que entrañan, como de tramar a la gente allí donde impera la vulnerabilidad, el “sálvese quien pueda” y el aislamiento en distintos terrenos. 

Aunque en este paradigma se ha hablado sobretodo de bienes naturales tangibles (agua, bosques, tierra, cultivos), espaciales (vivienda, parques, ciudad) y de conocimiento (medicinales, tecnológicos, alimentarios), en los últimos tiempos la discusión se ha hecho más rica y compleja al introducir bienes relacionales importantes para la vida social como la estética, la memoria, la espiritualidad y, desde luego, los cuidados. Que esta actividad vital se adhiriera a las mujeres y a la feminidad ha dificultado su defensa en cuanto recurso de y para todos, perpetuando así el poder de una parte de sus destinatarios. Esto ha propiciado que nos resistamos a verlo y tratarlo como un común.

Mirar a América Latina permite descentrar lo que en otras regiones ya nos hemos resignado a ver como privado (en la familia o el mercado) e individualizado. La fuerza de las peleas indígenas y campesinas por el territorio frente al avance extractivo, de la apropiación de la calle frente a la precariedad del diario vivir, de la soberanía y el cuidado del cuerpo colectivo en el feminismo o de la libre circulación en los movimientos migratorios permite vislumbrar que lo común no cede cuando de sobrevivir y re-existir se trata. La larga experiencia de las ollas comunes, las comadres y madres comunitarias, la construcción y adecuación de barrios en mingas, el acopio ante catástrofes naturales o la circulación de guaguas para su sostenimiento hablan de prácticas en las que el cuidado no es un tiempo-espacio aparte, separado de otras actividades, tal y como viene dictado por el triunfo de las escisiones de la modernidad capitalista, sino que se entreteje con otros quehaceres diarios y también con la política. Lo común es ese sustrato que resiste y se actualiza una y otra vez ante la vulnerabilidad, la amenaza y el desastre entretejiendo la existencia de unos y otros.

Cuando consideramos el cuidado como un común lo que vemos es que son las mujeres las que están al frente. Son colectividades femeninas, algunas estables (las vecinas de un barrio, las mayores de la comunidad, las madres de una escuela o de una agrupación de enfermos crónicos y familiares) y otras más efímeras (las vendedoras ambulantes, las trabajadoras del hogar que en la migración se brindan apoyo mutuo, los que se organizan para acopiar lo básico para enviar a una zona catastrófica), las que se ponen al frente. Ellas conocer el valor del sostenimiento, que abarca no sólo a las personas, sino también al medio, siendo su compromiso una clave fundamental para garantizarlo, peleando cuando hace falta. Los hombres, dicen algunas defensoras de territorios y fuentes de vida en la región, ceden, mientras que las mujeres se mantienen firmes. Por eso, el ataque contra la reproducción común y la violencia que desencadena en conflictos armados o en contextos de privatización y precarización se sigue ensañando con las mujeres.

Lo que en algunos casos es una colectividad que atiende, en otros logra articularse como una comunidad que a través del cuidado reproduce la vida entera (como vida política) y no en pedazos. En este sentido, cabe decir que el sostenimiento de la vida natural, incluida la humana, es un principio básico de pervivencia; para pervivir, nuestra especie debe apoyarse en la cooperación y la interdependencia. Esto no sólo garantiza la supervivencia, sino, como decíamos, la re-existencia, concepto utilizado por el pensamiento decolonial latinoamericano, Adolfo Albán Achinté (2009) y Camila Gómez Cotta2 (2006), para aludir a que más allá de la resistencia, las comunidades, de facto, sostienen y valoran diferentes formas de existir aun en condiciones adversas como un modo de ocupar un lugar de dignidad en la sociedad. Esta inventiva, que se fragua en situaciones de vulnerabilidad y colonialidad, es un aprendizaje humilde para las gentes de Europa.

Decir colectividad no implica decir igualdad ideal, homogeneidad, ausencia de poder, falta de conflicto, sino todo lo contrario. Lo característico de la comunidad cuidadora es el encuentro y la acción sobre la diferencia (de sexo-género, de edad, de diversidad corporal, de saberes, etc.), ya que sólo reconociéndola y anudándola se logra la reproducción. No se trata de un equilibrio perfecto, sino de cursos de acción plagados de trompicones en los que se pone en juego la existencia del agrupamiento que decide constituirse en tal. Poner el cuidado en el centro (sin separarlo, encerrarlo o especializarlo) implica entonces reconectarlo constantemente con otras esferas (la renta, el trabajo remunerado, el consumo y el aprovisionamiento en general, etc.), con los servicios disponibles y los que se desea habilitar, con el tiempo necesario y su distribución, con los valores que deben conducirlo, con los espacios existentes y sus conexiones, con el reparto de tareas, etc. Todo esto entraña deliberación, concierto, compromiso, realización e institucionalidad en ciclos ininterrumpidos. Y estos son justamente los ingredientes de lo político, de lo que he llamado agrupaciones políticas en el cuidado. Puede que éstas no alcancen a ser comunidades en el sentido descrito, pero, en todo caso, son los auténticos laboratorios de nuestro tiempo en la medida en que apuntan al problema común que nos toca afrontar: “¿qué vamos a inventar hoy para seguir viviendo?”, ¿qué para sostenernos, para re-existir contra la atomización y el empobrecimiento físico y espiritual de nuestras vidas individualizadas y mercantilizadas? Casas compartidas, familias ampliadas, cajas de ahorros para el cuidado, barrios y edificios colaborativos, asociaciones de acompañamiento, vecindarios y, en general, colectividades que asumen para sí la tarea de compartir algunas de las labores que entraña la atención a los cuerpos en el día a día y las tareas a ella asociadas.

  1.  Profesora investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO Ecuador. Coordinadora, junto a Raquel Martínez Buján y Myriam Paredes Chauca del libro Cuidado, comunidad, común. Experiencias cooperativas en el sostenimiento de la vida, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018. Otros textos sobre el tema: “Rutas de la reproducción y el cuidado por América Latina. Apropiación, valorización colectiva y política”. En Comunalidad, tramas comunitarias y producción de lo común. Debates contemporáneos desde América Latina, coordinado por Raquel Gutiérrez, Oaxaca: Pez en el Árbol, 2018 y “Reproducción social y cuidados en la reinvención de lo común. Aportes conceptuales y analíticos desde los feminismos”, Revista de Estudios Sociales, 2019.
  2. Laval, Christian y Pierre Dardot. 2015. Común. Ensayo sobre la revolución del siglo XXI. Barcelona: Gedisa. 
  3. Adolfo Albán Achinte, “Pedagogías de la re-existencia. Artistas indígenas y afrocolombianos”, en Catherine Walsh, Pedagogías decoloniales: Practicas insurgentes de resistir, (re)existir y (re)vivir, Quito, Abya Yala, 2013 y Camila Gómez Cotta (2006) Identidades y políticas culturales en Esmeraldas y Cali. Estudio De Casos Sobre Organizaciones Afro, Producción Cultural y Raza, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar 2016.
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